Efectos secundarios (2013), Steven Soderbergh
Steven Soderbergh es, por encima de cualquier valoración sobre su trabajo, un privilegiado. Rodar más de un largometraje de media desde hace casi 30 años, a la edad de 50, es algo de lo que muy pocos pueden presumir. Pero uno de los retos de tan prolífica actividad es la de mantener el prestigioso sello de autor. Y, sin duda, es merecido que él mantenga ese status cuando ha firmado el guión de 10 de esas obras, pero por los méritos de las últimas la cosa ya cambiaría. Más allá de la peli de culto que le lanzó a la fama, Sexo mentiras y cintas de video (1989), no se reconoce en el resto de sus guiones ningún éxito planetario, ni de público ni de crítica. El cambio de siglo le favoreció en el rol de realizador, con éxitos de crítica y público, como Erin Brockovich (2000) o Traffic (2000), y también con la comercial saga de Ocean's eleven (2001). Sin embargo, los últimos años confirman que se está especializando en vivir del pasado.
La peli de hoy es un buen ejemplo de su evolución. Por un lado, me llama mucho la atención la manera en que combina los ingredientes como realizador para cocinar un plato que lleva su sello. Sus películas acostumbran a caracterizarse por el ritmo. O, mejor aun, por el paso que llevan, dado que la palabra ritmo sugiere un tempo que llevaría a error.
Su estilo narrativo es especial. Amasa a los personajes. Bordea, precisamente, la falta de ritmo pero consigue salirse airoso siempre sobre la campana a medida que avanza el film. Para ello, en esta ocasión, abusa quizás un pelo de los acordes musicales como subrayadores de la acción (o la falta de la misma).
Se puede decir que es un buen constructor de atmósferas. En esta ocasión vuelve a manejar un tema controvertido como el de los fármacos y su modo de comercialización, como ya hizo antes con asuntos como las drogas, las pandemias o los abusos de las multinacionales.
Pero mencionaba lo de su evolución porque, más allá de la forma, sigue faltando algo más propio del fondo: el guión o el equilibrio de una historia. Soderbergh repite con el guionista con el que ya firmó Contagio (2011). Su primer y segundo acto mantienen (a su estilo) el crescendo que podamos pedirle a este tipo de thrillers.
En cuanto a las interpretaciones, destaca Rooney Mara en el papel de la atormentada Emily. Sin embargo, los más conocidos, Jude Law y Catherine Zeta-Jones, pasan más sin pena ni gloria. No tengo nada en contra del actor británico, pero creo sinceramente que le funcionan muchísimo mejor los papeles más enigmáticos y sutiles.
Donde el film pierde la oportunidad de ser notable es en su tercer acto. Esa atmósfera de la que hablaba, con el oscuro mundo de la introducción de determinados fármacos en el mercado, acaba sucumbiendo ante el tópico desenlace de buenos y malos que hemos visto en innumerables ocasiones. Una lástima. Esperemos que pronto recupere su senda. A ese ritmo al que incorpora títulos a su filmografía y con el talento que tiene no debería tardar.
PARA: espectadores acomodados a fórmulas de contrastada rentabilidad
ABSTENERSE: pacientes en la sala de espera del resurgimiento de este director
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