Amor (2012), Michael Haneke
Asistir a una peli de Haneke tiene un punto sadomasoquista, porque a estas alturas el señor ya se ha ganado a pulso la fama de narrador con un estilo que no hace la más mínima concesión al espectador. Si decidimos acudir voluntariamente es que nos apetece esa experiencia. Es decir, no podremos decir que no estábamos avisados, como les pasó a los espectadores de Un perro andaluz (1929), cuando Buñuel rasgó aquel famoso ojo (de vaca, por cierto).
Me faltan por ver varias de sus peliculas, pero me encantó la última, La cinta blanca (2009). Muy "suave" en lo visual comparándola con anteriores suyas, pero demoledora en lo que nos descubre. Pocos (no creo que haya nadie más) podrán presumir de haber ganado en Cannes con 2 películas consecutivas. Además, tb ha sido reconocida en los recientes Golden Globes y en las nominaciones a los Oscars.
La peli destaca por una finísima linea que separa lo desgarrador de lo conmovedor. Sin duda, sólo puede ser amor lo que mueve a una persona a permanecer incansablemente al pie del cañón, luchando contra la desintegración de la persona amada y, sobretodo, compañera durante toda una vida. Y en todo ello, el sobrecogedor climax, al final de la peli, juega un papel tan controvertido como la vida misma. Mejor no hablar mucho del mismo.
Pero Haneke no es esto. Una vez más, se nos plantea un eterno debate, como el que ya mencioné al comentar Elisa K (2010), entre el fondo y la forma. Este realizador elige un fondo que puede ser muchas cosas, pero desde luego no es nuevo en el cine. Un fondo cuya brutal carga dramática suele inflarse a bombo y platillo cuando se inmortaliza frente a una cámara. Y ahí es donde aparece Haneke para imprimir su sello personal. En una forma que, por encima de muchos otros calificativos, corta de raiz cualquier efectismo asociado con este arte en su versión más comercial. El film probablemente tenga como mayor virtud el hecho de que te olvides de que es eso, precisamente, lo que estás viendo. Y alrededor de este hecho, a mi me llamaron poderosamente la atención 2 aspectos.
El primero es la clase magistral de interpretación a la que asistimos y que explica de manera cristalina el porqué de su impresionante realismo. Ciertamente, es casi imposible actuar mejor. La pareja protagonista despliega un arte digno de constituir una referencia de esta profesión. Sin un gesto ni una mueca de más. Sin una sóla escena en la que la cruda realidad permita la explosión y el lucimiento del actor, pero sin dejarse en el camino ni una sola gota de sentimiento. Una fuerza serena que probablemente sólo son capaces de transmitir los actores entrados en edad. Mis mayores respetos para Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, que por casualidad o no, ya protagonizó, hace ni más ni menos que 53 años, el clásico Hiroshima, mon amour (1959), áspero romance también con Amour en el título.
Y el segundo aspecto que me invadió al salir del cine fue preguntarme por las intenciones de Haneke. Como decía, es indudable su calidad para retratar una historia tan cruda como ésta durante dos horas entre las cuatro paredes de una casa, gracias al finísimo dominio que atesora del plano secuencia. Pero mi pregunta es ¿qué le motiva a que seamos espectadores de esta historia? De tan realista es paralizadora. Y no sé hasta qué punto necesitamos conocer los entresijos de un drama que, si no se ha vivido, es mejor no conocer y si se ha vivido es claramente mejor no recordar.
PARA: incondicionales del cine social hiperrealista
ABSTENERSE: alérgicos al cine dramón
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