ilustración de Juan Sebastián Wilches (CreativosColombianos.com)
Sólo durante una fracción de segundo él levanta la mirada. No puede explicarse por qué lo ha hecho. La mínima posibilidad de cruzarla con la de ella le aterroriza. Quizás es un impulso desbocado por pensar que su mala suerte no puede ser eterna. Pero su confianza dura tanto como un disparo inesperado. Su expresión refleja una penetrante cuchillada cuando sus ojos y los de ella coinciden. Tiene que hacer algo. Tiene que decidir antes de que su mano aplaste la copa de vino que olvida estar sujetando. Su temblor amenaza con desbaratar cualquier otro plan. Ya es demasiado evidente, pero bajo ningún concepto levantará la mirada de nuevo. Ahí acierta. Demorar unos segundos más esa visión es la mejor alternativa. Quizás la única. Lo de menos en ese momento es verse desnudo, con miles de gotas de sudor río abajo, encharcando las sábanas y suavizando el rojo de la sangre hacia un futuro rosa. Por un momento, le tranquiliza saber que pronto dejará de ver ese dedo gordo. En cuanto quede completamente sumergido por ese charco de líquidos olvidará que a éste le sigue un pie que ya no tiene dueña. Lo peor es que su paz siempre es efímera. Los oídos de sus entrañas no se pueden tapar. No pueden amortiguar los alaridos que rasgan lenta y cruelmente el rincón más cercano y más inalcanzable de este mundo: su corazón. Ni siquiera podrá conservar un trocito. Cada día a esa hora explota de tal manera que en lugar de partirse se licua. Su último pensamiento siempre es para aquel niño. Una vaga imagen que gana forma con el tiempo. Un alma que le impulsó a convertir aquella escena en un camino al escenario. Una semilla que, como todas, sólo sabe prometer. Y su última respiración le deja por fin tranquilo. Morir cada día allí arriba era la mejor manera que podía haber imaginado de vivir. Lo de menos eran aquellos histéricos y atolondrados aplausos que algún día esperaba aprender a desoír.
Sólo durante una fracción de segundo él levanta la mirada. No puede explicarse por qué lo ha hecho. La mínima posibilidad de cruzarla con la de ella le aterroriza. Quizás es un impulso desbocado por pensar que su mala suerte no puede ser eterna. Pero su confianza dura tanto como un disparo inesperado. Su expresión refleja una penetrante cuchillada cuando sus ojos y los de ella coinciden. Tiene que hacer algo. Tiene que decidir antes de que su mano aplaste la copa de vino que olvida estar sujetando. Su temblor amenaza con desbaratar cualquier otro plan. Ya es demasiado evidente, pero bajo ningún concepto levantará la mirada de nuevo. Ahí acierta. Demorar unos segundos más esa visión es la mejor alternativa. Quizás la única. Lo de menos en ese momento es verse desnudo, con miles de gotas de sudor río abajo, encharcando las sábanas y suavizando el rojo de la sangre hacia un futuro rosa. Por un momento, le tranquiliza saber que pronto dejará de ver ese dedo gordo. En cuanto quede completamente sumergido por ese charco de líquidos olvidará que a éste le sigue un pie que ya no tiene dueña. Lo peor es que su paz siempre es efímera. Los oídos de sus entrañas no se pueden tapar. No pueden amortiguar los alaridos que rasgan lenta y cruelmente el rincón más cercano y más inalcanzable de este mundo: su corazón. Ni siquiera podrá conservar un trocito. Cada día a esa hora explota de tal manera que en lugar de partirse se licua. Su último pensamiento siempre es para aquel niño. Una vaga imagen que gana forma con el tiempo. Un alma que le impulsó a convertir aquella escena en un camino al escenario. Una semilla que, como todas, sólo sabe prometer. Y su última respiración le deja por fin tranquilo. Morir cada día allí arriba era la mejor manera que podía haber imaginado de vivir. Lo de menos eran aquellos histéricos y atolondrados aplausos que algún día esperaba aprender a desoír.